14 de mayo de 2011 a la(s) 11:13
Colaboración Roberto Tassano / Ed. Buenos Aires Books
Entusiasmados, los comentaristas ensayan aposiciones más o menos reveladoras como gigante pampeano, naturalista sapientísimo, viejo comedor de caracú, hijo pródigo, el más criollo de los escritores nacidos a orillas del Plata, británico y también hombre de nuestra llanura, verdadero sentidor de la pampa, escritor inglés, gaucho desprovisto de todo aditamento y ornato puramente externos, angloargentino, autodidacta, nómade contemplativo, intérprete romántico del Nuevo Mundo, inglés chascomusero y hombre de ciencia universal, viajero empedernido, primer lector argentino de "El origen de las especies", romántico inveterado, y barbecho de viñas nórdicas regado con el agua de la pampa. (1)
Aunque algunos se reúnen en la Asociación Amigos de Hudson y otros, como Astrada, los acusan de panegiristas rastacueros, todos intentan encontrar en la biografía señales para entender la obra. ¿Es argentino o inglés?, ¿Científico o poeta?, ¿Naturalista o escritor?
Que la lengua contiene la patria y que la patria se dice en la lengua son fórmulas repetidas hasta que escandalosas convivencias de dichos pamperos y ruiseñores británicos vienen a impugnarlas. Guillermo Ara hace el patriótico esfuerzo de encontrar en la prosa inglesa de Hudson los ecos gauchescos de algunos giros. (2) Por ejemplo, My faults are more numerous that the spots on the wild cat podría ser frase que un Martín Fierro hubiera dicho como Tengo más vicios que manchas el gato salvaje, para más tarde exclamar algo así como Madrecita de mi alma! o Little mother of my soul!
Para sus lectores británicos, Hudson fue un exotismo dentro de lo exótico de la literatura de lejanías ya que, más cerca que las pampas, les eran las Áfricas que colonizaban con mayor contundencia. Sin embargo, las llanuras recorridas a caballo por esos hombres barbados y contadas en la voz del imperio mechada por palabras de cándida extranjería, bastaron para reconocer en
Pese a los arrebatos de sus admiradores, Hudson resiste mejor que otros todo intento de brutal nacionalización. De padres norteamericanos protestantes, esquiva la evidencia del registro en la Methodist Episcopal Church - que lo indica nacido en el campo "Los Veinticinco Ombúes" de Quilmes el 4 de agosto de 1841- tanto como la fuerza de lo telúrico que conectaría su prosa con lo más hondo de la tierra (pampeana y argentina). Aquí es nombrado y no bautizado William Henry, a pesar del Dominguito que los vecinos criollos le agregan por respetar el calendario. Familiaridad que para algunos lo convertiría en un mismísimo gaucho aunque sabemos que no es fácil definir si es el caballo, la indumentaria o la payada lo que hace gaucho a un hombre. De las chinas sabemos menos pero tampoco el matrimonio lo hace argentino porque salvo un temprano enamoramiento local, la elegida para casarse es Emily Wingrave,
señora mayor y convenientemente dueña de la pensión que lo hospeda en Londres. Habrá que explicar, entonces, por qué un patriota deja la tierra donde vio la luz o que lo vio nacer, aunque para eso está la hipótesis romántica en la que alguna dama prohibida o algún rechazo mal dado lo hayan despechado y puesto sobre el vapor Ebro en 1874. Sin embargo, los líos de polleras opacan la imagen de galante asexuado que tanto irrita a Alicia Jurado, una de sus más prolijas intérpretes pese a las resistencias del autor a toda póstuma biografía. Hasta el final las mujeres parecemos haber perturbado a Hudson quien se declara tan conmovido en su presencia como ante las serpientes o la Naturaleza confirmando, una vez más, símbologías
que cargamos desde Eva. Este temprano militante de la ecología nos recomienda en artículos varios que dejemos de usar plumas en los sombreros y será, el resto de su vida, segundo de la Sociedad Protectora de Aves presidida por señoras de paso sufragistas. Coherente hasta la exageración, la versión más corriente de su partida es que no soportó ver a su pampa alambrada y a sus pájaros asesinados por los despreciables italianos que llegaban en bandadas. Prefirió recordarla salvaje y virgen, ajena a los cultivos extensivos y a las vías férreas que la anudarían en abanico cerrado sobre el puerto de Buenos Aires. Lo cierto es que desembarca en Southampton el año que termina la presidencia de Sarmiento pero no recuerda especialmente al desterrado que hizo el mismo camino unos años atrás para alegría del reciente mandatario. También apodado "el inglés", quizás por sus ojos celestes, Rosas lo había fascinado de un modo que recuerda a los primeros que se atreverán a expresar, unos años después, que Juan Manuel habrá sido asesino pero su
reseña La tierra cárdena indicando, sin ninguna "d" final, que es un libro más nuestro que una pena, sólo alejado de nosotros por el idioma inglés, de donde habrá que restituirlo un día al purísimo criollo en el que fue pensado. Claro que de ese libro abjura para sí mantener hasta "Otras inquisiciones" el comentario Sobre The purple land. Pasando por un abreviada Nota a La tierra purpúrea para la Antología de Hudson que publicará Losada en 1941 y donde, curiosamente, se ha suprimido: Una observación última. Percibir o no los matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros (sin excluir, por cierto a los españoles) nadie los percibe sino el inglés. Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham, Hudson.
Aquí deberíamos indicar lo que dicen varios pero Michel Foucault escribe más fácil que todos: el lenguaje no expresa las cosas tan fielmente como pretendemos y, por lo tanto, estamos condenados y fascinados por interpretaciones infinitas y en combate, que si pueden ocultar su condición de tal presentándose como definitivas y naturales, mejor. El Hudson es nuestro de Martínez Estrada o el Hudson es inglés de Borges parecen no aceptar otra lectura que la literal pero no son más que otras de las numerables interpretaciones que construyen nuevos sentidos, algunos otros Hudson y varias modalidades de lo nuestro. Así resultan paradojas como la de la "Revista Hispánica Moderna" cuyo dossier se denomina Guillermo Enrique Hudson visto por los argentinos, sugiriéndonos una nueva forma de la ciudadanía que no tiene un lugar fijo ni en las cartografías ni en las mitificaciones.
Tanto como en el idioma, la patria parece estar inscripta en el paisaje pero aquí las discusiones se tornan geológicas, topográficas y hasta poéticas. ¿Cuál de todas las pampas nos cuenta Hudson? ¿La ondulada del litoral, la vecina y oriental del Uruguay, la reseca de "Días de ocio en la Patagonia"? Jurado señala enojada que los amistosos comentaristas confunden nación y paisaje. Nosotros diríamos que quieren confundirlos para ligar de una vez territorio-nación-idioma como una cifra que todo lo explique y que distinga lo nacional de lo foráneo. Sin proponérselo, Hudson la hace estallar amablemente porque su pampa es la del recuerdo infantil con todas sus trampas y no la del cruce entre tales paralelos y cuales meridianos; su pueblo es un conjunto de vecinos vistosos pero alejados del mito gaucho y su idioma es el inglés que eligió para escribir, entre otras cosas, sus treinta y tres años de vida argentina. El exilio no le asegura el reconocimiento inmediato. Varios años en Londres soportará la pobreza que es más dramática según el grado de heroísmo que quieran sostener sus relatores. Mientras sus artículos científicos mejoran al adquirir el inglés técnico de la Historia Natural, gana algo de dinero con Chester Waters rastreando árboles genealógicos para norteamericanos ansiosos de nobleza europea. Nadie lo ha mandado a emigrar y tampoco nadie le pidió volver como sí hacía la corona con esos enviados ilustres que llamamos viajeros ingleses del siglo XIX. Por la certera descripción de nuestro paisaje podríamos contar entre ellos a Hudson. Dos datos a favor de este intento: la repugnante fascinación del matadero y la metáfora de la pampa como mar. Pero, nacer en Quilmes y ser criado en Chascomús (?) invalida toda pertenencia creíble a las huestes de Head; además, sus textos son inútiles para informar las potencialidades económicas de la región. En ellos no hay mensuras ni contadurías sino alguna que otra avispa y un montón de pájaros.
Hasta el siglo XIX, el inventario de las llanuras sudamericanas había estado a cargo de algunos visitantes mandados a sopesar las posibilidades de la región a favor de la industria, la política, la ciencia o la literatura de entretenimiento europeas. Falkner, calvinista devenido misionero jesuita, se aleja del río hacia 1750 para habitar entre los tratables indios que rodean la Laguna de los Padres. La falta de espejitos y alimentos básicos despierta la sempiterna incivilidad indígena y hace fracasar la bienintencionada Reducción del Pilar. Expulsado y vuelto a Inglaterra, el padre Tomás Falkner redacta sus memorias que son retocadas por William Combe, afanosamente dedicado a convertirlas en un informe de utilidad pública indicando posibles puertos y peces comestibles, por las dudas que los navíos reales tuvieran que hacer un día las invasiones inglesas.
Además de médico, profesor y sacerdote, Falkner es un naturalista que no sólo apunta su encuentro con un yaguarú y la variedades del gato salvaje sino que rasca la superficie para encontrar unas pocas vértebras e intuir que por debajo las pampas tienen mucho más que decir. Su "Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur" es publicada y criticada aquí por Pedro de Angelis, editor por excelencia de quien en 1833 se aventura en una temprana conquista que le vale el título de héroe del desierto. En esa expedición hacia el sur, Rosas rescata cautivos, asegura las endebles fronteras y se cruza con un joven naturalista inglés contento de que tan eximio jinete y comandante lo recibiera. Pudoroso de ese deslumbramiento casi adolescente, Charles R. Darwin anotará al pie del libro sobre su viaje por esta parte del mundo que, vistos los hechos posteriores, la Confederación no era tan buena y sí tan irregular como parecía. Sabe de las pampas porque ha leído al padre Falkner pero mucho más va a saber cuando abandone nuestras tierras repleta de ideas su cabeza acerca de las edades del planeta. El hecho de que todo se le haya ocurrido en esta superficie rala pero bondadosa en datos geológicos, alcanza para contarlo entre nuestros científicos, según propone Sarmiento cuando le toca hablar bien de Carlos Roberto Darwin recién fallecido.
Hudson recibe de regalo El origen de las especies y a pesar de rendirse ante el impacto de sus tesis, no deja de criticar a su autor en cuanto tiene oportunidad obligándolo, incluso, a rectificarse. Darwin olvidó esto, omitió aquello, confundió lo evidente y, el colmo de las faltas, no registró la belleza musical de las aves patagónicas. Un participante más amable en el extendido epistolario con el que Darwin recaba los datos para la teoría que explicará todo, es el naturalista bonaerense Francisco Javier Muñiz. Su biografía parece una colección de hitos nacionales: lucha en las invasiones inglesas, destaca como teniente coronel en la batalla de Ituzaingó, es miembro de la Convención Constitucional de 1853, con más de setenta años participa de la Guerra del Paraguay y muere en plena batalla contra la fiebre amarilla. Sarmiento rescata más que fervoroso su obra civilizatoria; cómo no hacerlo con un soldado omnipresente, médico de parturientas, investigador de la vacuna indígena, naturalista excavador, canciller espontáneo y vindicador del ñandú argentino ante la infamia de que, como el de África, escondería la cabeza para evitarse el peligro.
El descubridor del extinto Muñifelis bonariensis produce una variación de la metáfora marítima al ver el campo como una sirena que encanta o aquerencia a riesgo de que el gaucho deje sus huesos blanquiando entre las pajas o a orillas de una laguna. (Muñiz) Los otros huesos, de gliptodontes y megaterios que él había arrancado a orillas del río Luján, son enviados prolijamente a Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes para comenzar a construir la gloriosa historia antediluviana y nacional. Con notas de un rigor conmovedor y bajo la consigna ¡Viva la Federación!, Muñiz indica al Exmo. Señor la manera en que deben extraerse los fósiles para armar sin errores la cola bestial del Clygtodón. Instrucciones vanas porque el Tirano amante de los benteveos, hace que los cajones sigan viaje directo a los museos de Londres y París para indignación posterior de Ameghino quien sí podrá repletar de esqueletos las salas patrióticas de nuestros museos. Tarea desplegada en franca disputa con Burmeister, sabio alemán que había provocado el encuentro entre el todavía no perito Moreno y el incipiente excavador William, quien se desprende de algunos huesos para observar mejor los pájaros sobrevolando la pampa sin árboles. Cuando más tarde Mr.
Quienes aspiran a incluir en esta genealogía a Hudson, se topan con una descripción detallada de las flores que gustaban a su madre y, enseguida, un réquiem emocionado y perdido entre las especificaciones sobre el modo en que esta planta se reproduce en cierto momento de la primavera en el cual la hierba es de un color particularmente glorioso. Además, el autor se jacta de su disfrute del ocio y alardea sobre su falta de instrucción académica: Llega el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo inútil con verdadero placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a detestar en esta plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones que se lleven a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún provecho, presente o futuro, para la raza humana.(2) Su amigo, Cunninghame Graham, le oyó decir heréticamente que preferiría ver perdidas todas las obras de los griegos antes de que se extinguiera una especie. Hudson no es un clasificador ni un coleccionista, tan frecuentes en la ciencia moderna, sino un observador vital que de pequeño cazador en las pampas del degüello pasa a anciano defensor de ardillas del Hyde Park. Pobre niño autodidacta; quizás, se lamenta un autor que quisiera contarlo para la ciencia, tendríamos al doctor Hudson si cerca de los ombúes hubiera habido una escuela, como la del otro Dominguito, a la cual no faltar nunca. Pero para eso fueron necesarias otras expediciones del todo más asesinas y también escritas.
El militar Álvaro Barros publica su informe sobre las "Fronteras y territorios federales de las pampas del sur" en 1872. Por años ha recorrido la pampa que siente como el océano pero que sabe cruzada de malones; para atajarlos lo enviaron a la frontera. Desde allí denuncia las corrupciones oficiales y la arbitrariedad de las campañas con una frase lamentablemente menos famosa que la otra: la civilización por el exterminio no es civilización sino barbarie. El después figurado gobernador de la Patagonia, hace su propio inventario pero no de minas explotables ni de raros insectos sino de hombres y caballos dispuestos a extender la patria. ¿Habrá contado entre ellos al jinete Hudson?, Martínez Estrada también pregunta a la pasada si se habrán conocido en los pagos de Azul donde uno cumplía órdenes y el otro mandaba. Y donde Barros se preocupa por el ocio de dos o tres mil hombres conminados a soldados que no será seguramente coger margaritas y flores del aire para reconcentrar en un solo sentido (el del olfato) todos sus goces y entonces pide que envíen mujeres pero no esas que siempre siguen a los ejércitos y sí de las que constituyen hogares porque una población sin mujeres se disuelve. Nosotros sabemos, porque Martínez Estrada ha sustentado su interpretación de la filosofía de Hudson en los sentidos y sobre todo en el olfato, que William aprovechará su estadía en los fortines para oler, si no margaritas, alguna que otra flor olvidada por la poesía y por la botánica. Como Muñiz, comprobará de cerca las bondades del avestruz americano aunque no compartirá su destino de víctima de la fiebre amarilla porque en 1871 está en la Patagonia escuchando los pájaros ignorados por Darwin. Después describirá en Ralph Herne el cuadro dramático que nunca vivió, con sólo haber visto y recordar, el cuadro que Blanes pintó sobre la masacre de la peste en los conventillos pobres.
Alguna vez podríamos trazar sobre las pampas un mapa que sin respetar la buena cartografía ilustre estos encuentros. Hombres de a caballo (y mujeres) que las recorren, las escriben o las conquistan, con la pluma con la espada y la palabra, para después alambrarlas y sembrarlas de pueblos en damero con nombres de generales y llenar las vitrinas de los museos europeos con sus especímenes embalsamados. El Hudson romántico –cuyo nombre bautizará la localidad que hoy todos pronuncian "údson"- prevee ese destino, abandona la taxidermia y elige, además del destierro, utilizar algo de ese paisaje como inspirado escenario de un relato utópico. The crystal age fue publicada sin su firma en 1887, dos años antes de la más reputada News from nowhere de William Morris (a quien Hudson considera un autor tibio) y nos tienta si quisiéramos con una nueva genealogía que lo convoca, la del pensamiento utópico en nuestro país.
Esta reunión caprichosa de algunos naturalistas célebres y un militar extravagante tiene como excusa no sólo que todos escriben sino que sus notas de campo registran las manifestaciones del lenguaje, esa otra cosa que parece natural. Falkner escucha y practica sin suerte las lenguas locales. Muñiz resume en un glosario fantasioso las voces gauchas entre cuyas acepciones tienen lugar hasta los dioses griegos, como corresponde a un miembro de la Sociedad de Amantes de la Ilustración; además de cartearse con el director de la Real Academia Española. Ameghino propone un sistema de escritura taquigráfíca que se aprende en tres horas y es de suma utilidad para tomar notas veloces. Barros escapa a la limitación de su oficio y redacta informes que no desdeñan la belleza poética inspirada por el horizonte. Sus libros compilan los malentendidos entre los indios, los lenguaraces y los funcionarios corrompidos que hablan la lengua de los fortines. A su manera, estos hombres no tienen más que llanura y libreta. Vagar, ver y escribir sobre las rodillas sin desmontar. O al lado de la bicicleta, como continuó Hudson cuando la pobreza londinense primero y la edad después, le quitaron el caballo.
PERO, LAS NOTAS DE CAMPO NO SON LITERATURA
Si Sarmiento describe la pampa por intuición, Hudson la escribe de memoria. Es Martínez Estrada quien lo pinta como el más nostálgico de los emigrantes, siempre añorando la patria natal y lleno de saudades. Pero parece ser Cunninghame Graham quien toma primero esa palabra del portugués para explicar mejor los sentimientos de su amigo ¿O es el traductor quien encuentra más efectivo decir sufría de saudades que nomás extrañaba el pago? No es el único inconveniente de trabajar con traducciones en lugar de recurrir a los originales en inglés; Jurado ya despotricó contra esa pretensión y lo haría nuevamente ante este intento. Sin embargo, alcanza para este ensayo aceptar las contrariedades de la traducción y proyectar otro que se ocupe, justamente, de esa compleja operación.
Antes se nos aparece una trasposición original desde lo visto alguna vez a lo reactualizado en la escritura, a través de una evocación intachable. Basta una hoja o un sonido para desatar - como la madeleine de Proust - toda una narración de experiencias que estaban allí para ser revividas. La Memoria de Hudson supone la copia fiel tanto como en su momento lo prometieron la fotografía y el cinematógrafo. Es una Memoria de registro, un gran ojo que se pasea por todo lo vivido como si hubiese sido almacenado en bruto para que alguna vez el ya viejísimo Hudson pudiese recuperarlo. Casi todos los comentaristas destacan su memoria prodigiosa, un hombre que recuerda el matiz verdoso de un yuyo pero ha olvidado el castellano que intenta practicar cuando su sobrina Laura lo visita en Londres. Quizás las sonoridades de ese idioma no lo han impresionado tanto como la llanura, los escasos árboles y los muchos pájaros, protagonistas de su autobiografía Allá lejos y hace tiempo. Es el libro que narra su infancia, período en que se percibe todo por primera vez y se garantiza, según su propio requisito, la evocación por excelencia. Páginas escritas de un tirón en la convalecencia de una fiebre que como por milagro despeja las brumas de los viejos tiempos; editadas casi a la par de su testamento, eso que uno escribe para cuando ya no pueda decir nada más. Y aquí su otra obsesión: el temor a la muerte presente desde que los médicos le prescriben una existencia corta y una partida de sorpresa, a causa de una debilidad cardíaca descubierta después de una gripe adolescente. En contra, entonces, de la muerte y del olvido, escribe como quien recuerda bajo una hipnosis providencial; técnica admirada y defendida de sus detractores por el Hudson psicólogo que sabe ser cuando intenta explicar las bondades del ocio o el horror que nos provoca un simple bicho.
Bajo esta Memoria fotográfica operan, como dos ilusiones fascinantes, la continuidad vida - obra y la naturalidad del lenguaje. En la primera, participan sobre todo los reseñadores que intentan encontrar en su biografía algunos indicios para comprender cierta incoherencia de la obra. La mayoría ansiosa por comprobar que los personajes tienen más relación con su creador de lo que él mismo confiesa, a pesar de frases bastante elocuentes como es una ilusión suya creer que las aventuras allí relatadas son autobiográficas. (Cartas a Cunninghame) En contra de las interpretaciones forzosas lo descubren vestido de tweed y sin poncho o lo leen en sus cartas afirmando que conoce bien la pampa porque es su tierra nativa aunque abandonada para habitar nuestro suelo inglés. Para desencanto de varios, no se le escuchó una condena firme de la tiranía rosista, ni una alabanza a la modernización genocida, ni un saludo a los europeos migrantes. Tampoco han dado con la cita que explique satisfactoriamente su partida, mucho menos su reticencia a volver pese a las invitaciones de algunos familiares que lo tientan con imágenes de avecillas y de flores.
pasto y por tintero una gota de rocío asoleada y donde un día será como mil años y mil años, suponiendo que viviera tanto tiempo, serían como un día. (Cartas a Cunninghame)
Otra vez fugando de los nombramientos y los titulados: se dice no científico pero se distancia de los poetas. Su estilo es engañosamente despojado y llano como es de engañosa la pampa vacía para quien no la sabe leer repleta de rastros. Ese dejo natural le exige correcciones, tachaduras, peleas con los adjetivos que no dicen lo que deben, extensas digresiones que parecen silvestres pero que han sido cultivadas justo para distraernos. Y lo logra, hasta que reparamos en que nos está contando la impresión que le causa un coro de tordos al pequeño bárbaro William, comparándolo con la música instrumental de algún salón inglés; o el susurro de los álamos con el de las olas que ha escuchado mucho años más tarde. El efecto se refuerza por la escasa jerarquización de los temas que nos lleva de la composición química de la luz de una luciérnaga a la reflexión sobre el panteísmo en la humanidad. Además de la displicencia con que recurre al dramatismo, sorprendiendo al lector en solidaridad con la tragedia de unas hormigas de las que hay miles.
(2). Hudson, W. H.: Días de ocio en la Patagonia, AGEPE, Bs.As., 1956, pág.122.
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