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domingo, 1 de diciembre de 2013

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON Y “AQUÍ CERCA Y NO HACE MUCHO”

Monumento a Hudson en la plaza del Bicentenario de Quilmes.

Con un título que bien podría ser un oxímoron si se lo opusiera al “Allá Lejos y Hace Tiempo” hudsoniano o una paráfrasis que alude a la gran obra de nuestro mayor escritor gauchesco Aníbal César Goñi, cultor de la literatura anglosajona, escribió para el rotograbado de La Prensa esta ajustada y convincente página sobre la obra de nuestro Hudson (Transcripción, realces en negrita y bastardilla del bibliógrafo Chalo Agnelli).
Monumento a Hudson obra de Jacob Epstein en Kensington Park de Londrés

AQUÍ CERCA Y NO HACE MUCHO

Por Aníbal César Goñi especial para La Prensa
Buenos Aíres, 8 de julio de 1962.


Habrá quien se pregunte si cabe decir algo más sobre William Henry Hudson. Empero, la pre­gunta estaría mal planteada porqué equivaldría a admitir la existencia a priori de juicios definitivos respecto a un hombre cuya compleja personalidad resiste todo “retrato”, incluso aquél te­ñido de afecto y comprensión que Morley Roberts [1] escribiera en 1924. ¿Algo nuevo relacionado Con su obra, enton­ces? Pero es que la labor de aproxima­ción a los escritores y a sus libros no se propone necesariamente revelar valores desconocidos, ni hacer un prolijo escrutinio textual, sino inducir a volver sobre aquello que en apariencia siem­pre estuvo allí, insistir en el discerni­miento de lo valedero y perdurable, recordamos que un gran arte es contemporáneo en cualquier época. Se tra­ta sobre todo de esa fidelidad a un patrimonio literario personal cuyas exi­gencias los años terminan por reducir a unos pocos libros, a los cuales retor­namos con la fruición que se siente al recrear una vivencia gratamente im­borrable. Y el acercamiento a la obra de Hudson tiene invariablemente la frescura del encuentro con un mundo que no deseamos olvidar. Acéptese, pues, el introito como jus­tificación de la actitud que se propicia: un parcial, por fuerza somero, descu­brimiento de quien se acerca fugaz­mente al hombre y a su producción co­mo a dos dimensiones que se proyectan “aquí cerca y no hace mucho”.
Si Hudson no hubiera escrito “Vida de un pastor”, no tendríamos ese es­tupendo escenario de la vida humana y anima] que una narración simple, objetiva y fascinante nos entrega. Si no hubiese concebido “Una cierva en Richmond Park”, faltaría el documen­to reflexivo y profundo de una mente que, en lugar de hundirse en un crepúsculo senil, conseguía con el pasar del tiempo extraer mejores resonancias de sí misma. ¿Y qué decir de có­mo hubiéramos añorado la prosa des­criptiva de “Aventuras entre pájaros”, una historia del embeleso de los sen­tidos? Mas no sería posible imaginar a Hudson sin la obra más nuestra y más suya: “Allá lejos y hace tiempo”. (Es preferible esta versión del título en castellano. A la más literal, "Allá lejos y hace mucho tiempo” —como quiere Martínez Estrada— le falta la cadencia de lejanía pampeana que también posee el original.)
 Casa de la calle Saint Lukes, de Londres, donde vivió Hudson

LA INQUIETUD DEL RETOMO  
“Allá lejos...” supera la intención autobiográfica que busca consignar los años formativos, de un hombre sin­gular, para transformarse en una suer­te de clarísima visión retrospectiva, un compendio de experiencia, una explo­sión de nostalgia. Algunos ensayos y esbozos publicados en libros anteriores, hallaron en esta obra su exacta ubica­ción cronológica y luego se desperdiga­ron en posteriores creaciones, como im­pulsados por una inquietud de eterno retomo.
Jilguero cabeza negra. Acuarela de Gronvol de la serie de 22 que sirvieron para ilustrar el libro "Bird of La Plata"

“La tierra purpúrea’' es “fundamen­talmente criolla”, ha dicho Borges. Otro tanto podría decirse de “Allá lejos y hace tiempo”. No es poco sorprendente que Hudson, en parte un extranjero pa­ra nosotros como lo fuera también para la Inglaterra de sus abuelos, [2] nos entregara una “pasión argentina” tan auténticamente sentida, que “lleva por siempre indelebles aquellas asociaciones que evocan a su destinataria: el per­fume de las dilatadas planicies, los so­nidos todos de la campiña y las innu­merables criaturas vivientes que la poblaban. Pero además, Allá lejos,..” es el retrato de una época; un vasto fresco donde las distancias languidecen en la monotonía de los cenicientos cardi­zales, que son el símbolo apropiado de una civilización orgullosa y agreste. La extraordinaria agudeza de observación del autor sabe damos, casi seguramente sin proponérselo, un certero análisis del alma nacional, ya en la estirpe violenta y taciturna que se templa en el duelo de pulpería, ya en los relatos del viejo Buenos Aires, esa ciudad de libros de colegio que de noche alargaba sus horas en la salmodia pausada del sereno, y de día escuchaba el parloteo de las ne­gras lavanderas junto al río.
Cuando en 1874 Hudson se embarca para Europa, lleva consigo una imagen deslumbrante de vastedad y de belleza que habría de condicionar el resto de su vida en Inglaterra. Sus compatriotas de sangre nunca aceptaron enteramente como a uno de ellos a este gigantesco inglés de nombre con mirada de gaucho, venido de otras latitudes y dispuesto a afincarse en la comarca de sus mayo­res a despecho de su animadversión por el hogar. “Odio los hogares”, escri­bía Hudson a Roberts el 5 de junio de 1900. “Participo de la idiosincrasia gi­tana que ama más el campo abierto que la casa”. Fue quizá la primera incongruencia de un amante de la naturale­za salvaje encerrado durante tanto tiempo en una casa obscura en una mísera calle de Bayswater.
Aquí tampoco necesitaba sentirse na­tivo. Su exquisita sensibilidad frente al mundo circunstante y su amor por todo lo creado tenían, en efecto, raíces inglesas, mas para que se dieran no era preciso territorio geográfico alguno; unos cuantos árboles, una bandada de pájaros y la humedad de la hierba, ha­brían bastado. Y sin embargo, ¿es acaso coincidencia que Inglaterra haya cobi­jado a los tres más grandes prosistas de la naturaleza? No hay tal coinci­dencia. W. H. Hudson, Gilbert White [3] y Richard Jefferies [4] poseían en mayor o menor grado esa sutil receptividad hacia el mundo natural - mezcla de fascinación y sobrecogimiento - tan marcadamente sajona; la misma apre­hensión emocional o artística de la na­turaleza que ha producido en distintos ámbitos literarios un Wordsworth, [5] un “Walden” o un Thomas Hardy. [6] 

APROXIMACIÓN ESTÉ­TICA A LA NATURALEZA 
No corresponde al plan trazado esta­blecer un paralelo entre Hudson, White y Jefferies. Sólo cabe decir que de los tres, Hudson es el artista cuya aproximación a la historia natural es la más estética y la menos emotiva. No es fá­cil sorprender a Hudson en un acto de creación; muy rara vez se deja arras­trar por impulsos de apasionada elo­cuencia, a semejanza de los que Jeffe­ries pone en juego para expresar la intensidad de su sentimiento. El mundo sentimental de Hudson no trascendía casi nunca. “Estaba dotado de una en­cantadora y natural timidez respecto a las mujeres”, informa nuevamente Morley Roberts, y agrega: “Le aterraba la

idea de que se publicara algo relaciona­do con su vida íntima”. No obstante, si bien hay una intimidad que per­manece desconocida, subsiste la con­vicción de que sus profundos afectos no eran para los hombres. “I was a worshipper of trees”, dice el autor en “Allá lejos...”, literalmente: “Era un adorador de árboles”. Los dioses de Hudson tenían hojas o tenían alas... La manifestación ejemplifica un arranque del don poético que siente y percibe más allá de la realidad externa; una comunión intuitiva de dos modos de ser que ningún panteísmo podría explicar satisfactoriamente. Sin duda había un sesgo primitivo, extrañamente genesíaco, en su amor por la naturaleza. La arrobada contemplación de lo creado lo perdía para el mundo; tornábase en­tonces una especie de animal solitario cuyo pulso latía al ritmo de la tierra.
La índole peculiar de su espíritu re­sulta asimismo consecuente en las refe­rencias y en las comparaciones. Los sí­miles de Hudson parten constantemen­te de la humanidad y terminan su pa­rábola frente al espejo de lo irracional, jamás a la inversa. Así, un grupo de jóvenes reunidos en el atrio de la igle­sia le recuerda una bandada de pechos colorados; la estridente barahúnda de las lavanderas trae a su memoria el al­boroto que producen multitudes de gaviotas, ibis, zarapitos, gansos y otras ruidosas aves acuáticas cuando se api­ñan en las lagunas pantanosas; para él, “la calumnia florece como el árbol de laurel”. Las citas abundan. Ningún protagonista humano en las obras de Hudson surge con la inconfundible rea­lidad que el autor confiere a las cria­turas inferiores. A menudo, un solo tra­zo es suficiente; la exacta descripción de un canto, el hábito singular de un roedor, la algazara de una nube de coto­rras, y las páginas se estremecen con la efervescencia de la vida. En cam­bio, inclusive el personaje de la madre en “Allá lejos y hace tiempo” está presentado con tan delicada circunspec­ción, que su verdadera dimensión a po­co se diluye en una imagen de rasgos simbólicos. Porque si bien persisten en la mente del lector la visión de la ma­dre sentada afuera a la hora del cre­púsculo, la intensidad del sentimiento que la unía con el hijo - nacido en parte de un similar éxtasis ante la crea­ción - y la firmeza de su fe religiosa, el autor no logra sino transmitirnos una presencia que configura el arque­tipo de la madre.
 Siete colores. Otra de las acuarelas de Gronvold para "Pájaros el Plata"

DEVOCIÓN POR LA VIDA 
Hudson poseía una rara penetración instintiva que lo facultaba para enten­der las diversas exteriorizaciones de la vida salvaje. Esta característica, poco corriente aún en el “naturalista rural”, va generalmente acompañada de una dosis de inhumanidad respecto al mun­do de los hombres. Así escribía Hud­son a Edward Gamett [7] el 10 de febrero de 1915: “Pienso que es una guerra bendita. Ya era tiempo que tuviéramos una que nos purificara de la degrada­ción y de la corrupción que son las consecuencias de una paz duradera”. Este juicio contiene un trastrocamien­to de planteos. En el escenario natural que entregaba los secretos a su intui­ción, el escritor asistía diariamente a la lucha sin pausa, al desborde vital que no admite otra ley que la supervivencia. El conflicto interminable es el tributo a1 primero de los instintos. Para Hud­son, la paz del campo era una osa­menta blanqueándose al sol; la crueldad de la guerra, tan sólo la afirmación de la voluntad de poder de la naturaleza.
W. H. Hudson sentía una devoción por la vida. La grave enfermedad que lo aquejara en su juventud y la reacción de su inocencia ante el enigma de la muerte, marcaron definitivamen­te el progreso de su espíritu. Al igual que Samuel Johnson, [8] la idea de la muerte le horrorizaba, pero lo que en Johnson era un temor supersticioso al más allá, en Hudson era el alejarse de un mundo maravilloso con el cual se consubstanciaba, el concluir para la única realidad que amaba antes de ha­ber satisfecho sus sentidos. No desecha­ba oportunidad alguna de salir al en­cuentro de la vida, y la hallaba don­dequiera. Nada juzgaba insignificante; era la suya una sensibilidad natural­mente poética que “partía del deleite para terminar en la sabiduría”.
 Tumba de Hudson y su esposa en el cementerio de Broodwater, Sussex, Inglaterra.

EVOCACIÓN DE LA NIÑEZ 
El amor que Hudson reservaba para las aves, ha inspirado páginas elocuen­tes, aunque ninguna de tan encantado­ra belleza como las que él mismo les dedicara. Pareciera que al hablar de los pájaros su lenguaje adquiriese un ran­go inusitado, una nueva percusión. Su estilo, de ordinario exquisitamente sim­ple, se nutre de brillantes cadencias musicales que los oídos retienen como si se tratara de poesía memorable. Pero con este autor la música es el resul­tado de la certera evocación de imáge­nes antes que el producto de una exuberancia prosística. Las oraciones flu­yen sobre una ringlera de adjetivos y se encadenan con la soltura de largos coloquios, mas como suele ocurrir con el estilo conversado, suena un tanto opaco y deslucido al leerlo en voz alta.
En su vejez Hudson gustaba que le leyeran pasajes de “Allá lejos y hace tiempo”. Su mente retomaba entonces a los lugares inolvidables de su niñez; el chicuelo que fue revivía el gozo de recordación ante el espacio abierto, se acostaba en el pasto cara al cielo, o sa­lía al galope tendido por los campos inundados de luz, al reencuentro de una revelación. El encanto evocador del libro no reconoce temporalidad. Cuando en él hallamos una parte común a to­dos nosotros, el contenido de experien­cia recreada está más próximo al mun­do del espíritu que las demás realida­des inmediatas.

No hace mucho que Hudson estuvo entre nosotros. Un ranchito bien cerca de aquí se llenó una vez con su pre­sencia. Siempre es oportuno recordar que el embeleso que seguirá transmitiendo a generaciones venideras, se ges­tó en las vastedades de nuestras pampas. En ellas aprendió a observar las manifestaciones visibles de la naturale­za, en ellas también adquirió concien­cia del enigma de la vida humana so­bre la tierra. Drama viviente que transcurre en el tablado de un universo con aspiraciones de eternidad, aspiraciones que Hudson satisfizo porque supo en­contrarlas en el tiempo. Él pudo decir con Jefferies: “La eternidad es ahora. Yo estoy en medio de ella. Me rodea en la claridad del sol”.
Guillermo Enrique Hudson. Dibujo de Miguel V. Petrone.

Transcripción y detalles bibliográfícos Chalo Agnelli
Bibliógrafa Cristina Secco
Colaboración Ítalo Nonna


NOTAS


[1] Morley Roberts (diciembre 29, 1857 - junio 8, 1942) fue un novelista Inglés y escritor de cuentos, más conocido por La vida privada de Enrique Maitland.
[2] Como se sabe, los padres de Hudson eran oriundos de Marblehead, Massachusetts, Estados Unidos.
[3] Gilbert White, nació en Inglaterra el 18 de julio de 1720 y murió el 26 de junio de 1793. Fue un pionero en los campos del estudio de la naturaleza y la ornitología.
[4] John Richard Jefferies (6 noviembre 1848 a 14 agosto 1887) fue un escritor inglés de la naturaleza, conocido por su representación de la vida rural de Inglaterra en ensayos, libros de historia natural y novelas.
[5] William Wordsworth nació en Cockermouth en Cumberland, Inglaterra el 7 de abril de 1770 y murió el 23 de abril de 1850. Fue uno de los más importantes poetas románticos ingleses.
[6] Thomas Hardy nació cerca de Dorchester, Inglaterra, el 2 de junio de 1840 y murió el 11 de enero de 1928. Novelista y poeta superador del naturalismo de su tiempo.
[7] Edward Garnett(1868 – 1937) fue un escritor, crítico literario y editor inglés. Contribuyó de manera fundamental, entre otras grandes obras, a la publicación de Amantes e hijos del polémico, en su tiempo, D. H. Lawrence.
[8] Samuel Johnson nació en Lichfield, Staffrodshire, Inglaterra el 18 de setimbre de 1709 y murió en Londres el 13 de diciembre de 1784. Conocido simplemente como el Dr. Johnson, es una de las figuras literarias más importantes de Inglaterra: poeta, ensayista, biógrafo, lexicógrafo, es considerado por muchos como el mejor crítico literario en idioma inglés. Johnson era poseedor de un gran talento y de una prosa con un estilo inigualable.