Monumento a Hudson en la plaza del Bicentenario de Quilmes.
Con
un título que bien podría ser un oxímoron si se lo opusiera al “Allá
Lejos y Hace Tiempo” hudsoniano o una paráfrasis que alude a la gran
obra de nuestro mayor escritor gauchesco Aníbal César Goñi, cultor de la
literatura anglosajona, escribió para el rotograbado de La Prensa esta ajustada
y convincente página sobre la obra de nuestro Hudson (Transcripción, realces en negrita y bastardilla del bibliógrafo Chalo Agnelli).
AQUÍ CERCA Y NO HACE MUCHO
Por Aníbal César Goñi especial para La
Prensa
Buenos Aíres, 8 de julio de 1962.
Habrá
quien se pregunte si cabe decir algo más sobre William Henry Hudson. Empero, la
pregunta estaría mal planteada porqué equivaldría a admitir la existencia a
priori de juicios definitivos respecto a un hombre cuya compleja personalidad
resiste todo “retrato”, incluso aquél teñido de afecto y comprensión que Morley
Roberts [1] escribiera
en 1924. ¿Algo nuevo relacionado Con su obra, entonces? Pero es que la labor
de aproximación a los escritores y a sus libros no se propone necesariamente
revelar valores desconocidos, ni hacer un prolijo escrutinio textual, sino
inducir a volver sobre aquello que en apariencia siempre estuvo allí, insistir
en el discernimiento de lo valedero y perdurable, recordamos que un gran arte
es contemporáneo en cualquier época. Se trata sobre todo de esa fidelidad a un
patrimonio literario personal cuyas exigencias los años terminan por reducir a
unos pocos libros, a los cuales retornamos con la fruición que se siente al
recrear una vivencia gratamente imborrable. Y el acercamiento a la obra de Hudson tiene invariablemente la frescura
del encuentro con un mundo que no deseamos olvidar. Acéptese,
pues, el introito como justificación de la actitud que se propicia: un
parcial, por fuerza somero, descubrimiento de quien se acerca fugazmente al
hombre y a su producción como a dos dimensiones que se proyectan “aquí
cerca y no hace mucho”.
Si Hudson no hubiera escrito “Vida de un pastor”, no tendríamos ese estupendo escenario de la vida humana y anima] que una narración simple, objetiva y fascinante nos entrega. Si no hubiese concebido “Una cierva en Richmond Park”, faltaría el documento reflexivo y profundo de una mente que, en lugar de hundirse en un crepúsculo senil, conseguía con el pasar del tiempo extraer mejores resonancias de sí misma. ¿Y qué decir de cómo hubiéramos añorado la prosa descriptiva de “Aventuras entre pájaros”, una historia del embeleso de los sentidos? Mas no sería posible imaginar a Hudson sin la obra más nuestra y más suya: “Allá lejos y hace tiempo”. (Es preferible esta versión del título en castellano. A la más literal, "Allá lejos y hace mucho tiempo” —como quiere Martínez Estrada— le falta la cadencia de lejanía pampeana que también posee el original.)
Si Hudson no hubiera escrito “Vida de un pastor”, no tendríamos ese estupendo escenario de la vida humana y anima] que una narración simple, objetiva y fascinante nos entrega. Si no hubiese concebido “Una cierva en Richmond Park”, faltaría el documento reflexivo y profundo de una mente que, en lugar de hundirse en un crepúsculo senil, conseguía con el pasar del tiempo extraer mejores resonancias de sí misma. ¿Y qué decir de cómo hubiéramos añorado la prosa descriptiva de “Aventuras entre pájaros”, una historia del embeleso de los sentidos? Mas no sería posible imaginar a Hudson sin la obra más nuestra y más suya: “Allá lejos y hace tiempo”. (Es preferible esta versión del título en castellano. A la más literal, "Allá lejos y hace mucho tiempo” —como quiere Martínez Estrada— le falta la cadencia de lejanía pampeana que también posee el original.)
LA INQUIETUD DEL RETOMO
“Allá lejos...” supera la intención autobiográfica que busca consignar los años formativos, de un hombre singular, para transformarse en una suerte de clarísima visión retrospectiva, un compendio de experiencia, una explosión de nostalgia. Algunos ensayos y esbozos publicados en libros anteriores, hallaron en esta obra su exacta ubicación cronológica y luego se desperdigaron en posteriores creaciones, como impulsados por una inquietud de eterno retomo.
“Allá lejos...” supera la intención autobiográfica que busca consignar los años formativos, de un hombre singular, para transformarse en una suerte de clarísima visión retrospectiva, un compendio de experiencia, una explosión de nostalgia. Algunos ensayos y esbozos publicados en libros anteriores, hallaron en esta obra su exacta ubicación cronológica y luego se desperdigaron en posteriores creaciones, como impulsados por una inquietud de eterno retomo.
“La tierra
purpúrea’' es “fundamentalmente criolla”, ha dicho Borges. Otro tanto podría decirse
de “Allá lejos y hace tiempo”. No es poco sorprendente que Hudson, en parte un
extranjero para nosotros como lo fuera también para la Inglaterra de sus
abuelos, [2]
nos entregara una “pasión argentina” tan auténticamente sentida, que “lleva por
siempre indelebles aquellas asociaciones que evocan a su destinataria: el perfume
de las dilatadas planicies, los sonidos todos de la campiña y las innumerables
criaturas vivientes que la poblaban. Pero además, “Allá lejos,..” es el retrato
de una época; un vasto fresco donde las distancias languidecen en la monotonía
de los cenicientos cardizales, que son el símbolo apropiado de una
civilización orgullosa y agreste. La extraordinaria agudeza de observación
del autor sabe damos, casi seguramente sin proponérselo, un certero análisis
del alma nacional, ya en la estirpe violenta y taciturna que se templa en el
duelo de pulpería, ya en los relatos del viejo Buenos Aires, esa ciudad de
libros de colegio que de noche alargaba sus horas en la salmodia pausada del
sereno, y de día escuchaba el parloteo de las negras lavanderas junto al río.
Cuando en 1874 Hudson se embarca para Europa, lleva consigo una imagen deslumbrante de vastedad y de belleza que habría de condicionar el resto de su vida en Inglaterra. Sus compatriotas de sangre nunca aceptaron enteramente como a uno de ellos a este gigantesco inglés de nombre con mirada de gaucho, venido de otras latitudes y dispuesto a afincarse en la comarca de sus mayores a despecho de su animadversión por el hogar. “Odio los hogares”, escribía Hudson a Roberts el 5 de junio de 1900. “Participo de la idiosincrasia gitana que ama más el campo abierto que la casa”. Fue quizá la primera incongruencia de un amante de la naturaleza salvaje encerrado durante tanto tiempo en una casa obscura en una mísera calle de Bayswater.
Aquí tampoco necesitaba sentirse nativo. Su exquisita sensibilidad frente al mundo circunstante y su amor por todo lo creado tenían, en efecto, raíces inglesas, mas para que se dieran no era preciso territorio geográfico alguno; unos cuantos árboles, una bandada de pájaros y la humedad de la hierba, habrían bastado. Y sin embargo, ¿es acaso coincidencia que Inglaterra haya cobijado a los tres más grandes prosistas de la naturaleza? No hay tal coincidencia. W. H. Hudson, Gilbert White [3] y Richard Jefferies [4] poseían en mayor o menor grado esa sutil receptividad hacia el mundo natural - mezcla de fascinación y sobrecogimiento - tan marcadamente sajona; la misma aprehensión emocional o artística de la naturaleza que ha producido en distintos ámbitos literarios un Wordsworth, [5] un “Walden” o un Thomas Hardy. [6]
APROXIMACIÓN ESTÉTICA A LA NATURALEZA
No corresponde al plan trazado establecer un paralelo entre Hudson, White y Jefferies. Sólo cabe decir que de los tres, Hudson es el artista cuya aproximación a la historia natural es la más estética y la menos emotiva. No es fácil sorprender a Hudson en un acto de creación; muy rara vez se deja arrastrar por impulsos de apasionada elocuencia, a semejanza de los que Jefferies pone en juego para expresar la intensidad de su sentimiento. El mundo sentimental de Hudson no trascendía casi nunca. “Estaba dotado de una encantadora y natural timidez respecto a las mujeres”, informa nuevamente Morley Roberts, y agrega: “Le aterraba la
Cuando en 1874 Hudson se embarca para Europa, lleva consigo una imagen deslumbrante de vastedad y de belleza que habría de condicionar el resto de su vida en Inglaterra. Sus compatriotas de sangre nunca aceptaron enteramente como a uno de ellos a este gigantesco inglés de nombre con mirada de gaucho, venido de otras latitudes y dispuesto a afincarse en la comarca de sus mayores a despecho de su animadversión por el hogar. “Odio los hogares”, escribía Hudson a Roberts el 5 de junio de 1900. “Participo de la idiosincrasia gitana que ama más el campo abierto que la casa”. Fue quizá la primera incongruencia de un amante de la naturaleza salvaje encerrado durante tanto tiempo en una casa obscura en una mísera calle de Bayswater.
Aquí tampoco necesitaba sentirse nativo. Su exquisita sensibilidad frente al mundo circunstante y su amor por todo lo creado tenían, en efecto, raíces inglesas, mas para que se dieran no era preciso territorio geográfico alguno; unos cuantos árboles, una bandada de pájaros y la humedad de la hierba, habrían bastado. Y sin embargo, ¿es acaso coincidencia que Inglaterra haya cobijado a los tres más grandes prosistas de la naturaleza? No hay tal coincidencia. W. H. Hudson, Gilbert White [3] y Richard Jefferies [4] poseían en mayor o menor grado esa sutil receptividad hacia el mundo natural - mezcla de fascinación y sobrecogimiento - tan marcadamente sajona; la misma aprehensión emocional o artística de la naturaleza que ha producido en distintos ámbitos literarios un Wordsworth, [5] un “Walden” o un Thomas Hardy. [6]
APROXIMACIÓN ESTÉTICA A LA NATURALEZA
No corresponde al plan trazado establecer un paralelo entre Hudson, White y Jefferies. Sólo cabe decir que de los tres, Hudson es el artista cuya aproximación a la historia natural es la más estética y la menos emotiva. No es fácil sorprender a Hudson en un acto de creación; muy rara vez se deja arrastrar por impulsos de apasionada elocuencia, a semejanza de los que Jefferies pone en juego para expresar la intensidad de su sentimiento. El mundo sentimental de Hudson no trascendía casi nunca. “Estaba dotado de una encantadora y natural timidez respecto a las mujeres”, informa nuevamente Morley Roberts, y agrega: “Le aterraba la
idea de que se publicara algo relacionado
con su vida íntima”.
No obstante, si bien hay una intimidad que permanece desconocida, subsiste la
convicción de que sus profundos afectos no eran para los hombres. “I was a worshipper of trees”, dice el
autor en “Allá lejos...”,
literalmente: “Era un adorador de árboles”. Los dioses de Hudson tenían hojas
o tenían alas... La manifestación ejemplifica un arranque del don poético que
siente y percibe más allá de la realidad externa; una comunión intuitiva de dos
modos de ser que ningún panteísmo podría explicar satisfactoriamente. Sin duda
había un sesgo primitivo, extrañamente genesíaco, en su amor por la naturaleza.
La arrobada contemplación de lo creado lo perdía para el mundo; tornábase entonces
una especie de animal solitario cuyo pulso latía al ritmo de la tierra.
La índole peculiar de su espíritu resulta asimismo consecuente en las referencias y en las comparaciones. Los símiles de Hudson parten constantemente de la humanidad y terminan su parábola frente al espejo de lo irracional, jamás a la inversa. Así, un grupo de jóvenes reunidos en el atrio de la iglesia le recuerda una bandada de pechos colorados; la estridente barahúnda de las lavanderas trae a su memoria el alboroto que producen multitudes de gaviotas, ibis, zarapitos, gansos y otras ruidosas aves acuáticas cuando se apiñan en las lagunas pantanosas; para él, “la calumnia florece como el árbol de laurel”. Las citas abundan. Ningún protagonista humano en las obras de Hudson surge con la inconfundible realidad que el autor confiere a las criaturas inferiores. A menudo, un solo trazo es suficiente; la exacta descripción de un canto, el hábito singular de un roedor, la algazara de una nube de cotorras, y las páginas se estremecen con la efervescencia de la vida. En cambio, inclusive el personaje de la madre en “Allá lejos y hace tiempo” está presentado con tan delicada circunspección, que su verdadera dimensión a poco se diluye en una imagen de rasgos simbólicos. Porque si bien persisten en la mente del lector la visión de la madre sentada afuera a la hora del crepúsculo, la intensidad del sentimiento que la unía con el hijo - nacido en parte de un similar éxtasis ante la creación - y la firmeza de su fe religiosa, el autor no logra sino transmitirnos una presencia que configura el arquetipo de la madre.
La índole peculiar de su espíritu resulta asimismo consecuente en las referencias y en las comparaciones. Los símiles de Hudson parten constantemente de la humanidad y terminan su parábola frente al espejo de lo irracional, jamás a la inversa. Así, un grupo de jóvenes reunidos en el atrio de la iglesia le recuerda una bandada de pechos colorados; la estridente barahúnda de las lavanderas trae a su memoria el alboroto que producen multitudes de gaviotas, ibis, zarapitos, gansos y otras ruidosas aves acuáticas cuando se apiñan en las lagunas pantanosas; para él, “la calumnia florece como el árbol de laurel”. Las citas abundan. Ningún protagonista humano en las obras de Hudson surge con la inconfundible realidad que el autor confiere a las criaturas inferiores. A menudo, un solo trazo es suficiente; la exacta descripción de un canto, el hábito singular de un roedor, la algazara de una nube de cotorras, y las páginas se estremecen con la efervescencia de la vida. En cambio, inclusive el personaje de la madre en “Allá lejos y hace tiempo” está presentado con tan delicada circunspección, que su verdadera dimensión a poco se diluye en una imagen de rasgos simbólicos. Porque si bien persisten en la mente del lector la visión de la madre sentada afuera a la hora del crepúsculo, la intensidad del sentimiento que la unía con el hijo - nacido en parte de un similar éxtasis ante la creación - y la firmeza de su fe religiosa, el autor no logra sino transmitirnos una presencia que configura el arquetipo de la madre.
DEVOCIÓN POR LA VIDA
Hudson poseía una rara penetración instintiva que lo facultaba para entender las diversas exteriorizaciones de la vida salvaje. Esta característica, poco corriente aún en el “naturalista rural”, va generalmente acompañada de una dosis de inhumanidad respecto al mundo de los hombres. Así escribía Hudson a Edward Gamett [7] el 10 de febrero de 1915: “Pienso que es una guerra bendita. Ya era tiempo que tuviéramos una que nos purificara de la degradación y de la corrupción que son las consecuencias de una paz duradera”. Este juicio contiene un trastrocamiento de planteos. En el escenario natural que entregaba los secretos a su intuición, el escritor asistía diariamente a la lucha sin pausa, al desborde vital que no admite otra ley que la supervivencia. El conflicto interminable es el tributo a1 primero de los instintos. Para Hudson, la paz del campo era una osamenta blanqueándose al sol; la crueldad de la guerra, tan sólo la afirmación de la voluntad de poder de la naturaleza.
W. H. Hudson sentía una devoción por la vida. La grave enfermedad que lo aquejara en su juventud y la reacción de su inocencia ante el enigma de la muerte, marcaron definitivamente el progreso de su espíritu. Al igual que Samuel Johnson, [8] la idea de la muerte le horrorizaba, pero lo que en Johnson era un temor supersticioso al más allá, en Hudson era el alejarse de un mundo maravilloso con el cual se consubstanciaba, el concluir para la única realidad que amaba antes de haber satisfecho sus sentidos. No desechaba oportunidad alguna de salir al encuentro de la vida, y la hallaba dondequiera. Nada juzgaba insignificante; era la suya una sensibilidad naturalmente poética que “partía del deleite para terminar en la sabiduría”.
Hudson poseía una rara penetración instintiva que lo facultaba para entender las diversas exteriorizaciones de la vida salvaje. Esta característica, poco corriente aún en el “naturalista rural”, va generalmente acompañada de una dosis de inhumanidad respecto al mundo de los hombres. Así escribía Hudson a Edward Gamett [7] el 10 de febrero de 1915: “Pienso que es una guerra bendita. Ya era tiempo que tuviéramos una que nos purificara de la degradación y de la corrupción que son las consecuencias de una paz duradera”. Este juicio contiene un trastrocamiento de planteos. En el escenario natural que entregaba los secretos a su intuición, el escritor asistía diariamente a la lucha sin pausa, al desborde vital que no admite otra ley que la supervivencia. El conflicto interminable es el tributo a1 primero de los instintos. Para Hudson, la paz del campo era una osamenta blanqueándose al sol; la crueldad de la guerra, tan sólo la afirmación de la voluntad de poder de la naturaleza.
W. H. Hudson sentía una devoción por la vida. La grave enfermedad que lo aquejara en su juventud y la reacción de su inocencia ante el enigma de la muerte, marcaron definitivamente el progreso de su espíritu. Al igual que Samuel Johnson, [8] la idea de la muerte le horrorizaba, pero lo que en Johnson era un temor supersticioso al más allá, en Hudson era el alejarse de un mundo maravilloso con el cual se consubstanciaba, el concluir para la única realidad que amaba antes de haber satisfecho sus sentidos. No desechaba oportunidad alguna de salir al encuentro de la vida, y la hallaba dondequiera. Nada juzgaba insignificante; era la suya una sensibilidad naturalmente poética que “partía del deleite para terminar en la sabiduría”.
EVOCACIÓN DE LA NIÑEZ
El amor que Hudson reservaba para las aves, ha inspirado páginas elocuentes, aunque ninguna de tan encantadora belleza como las que él mismo les dedicara. Pareciera que al hablar de los pájaros su lenguaje adquiriese un rango inusitado, una nueva percusión. Su estilo, de ordinario exquisitamente simple, se nutre de brillantes cadencias musicales que los oídos retienen como si se tratara de poesía memorable. Pero con este autor la música es el resultado de la certera evocación de imágenes antes que el producto de una exuberancia prosística. Las oraciones fluyen sobre una ringlera de adjetivos y se encadenan con la soltura de largos coloquios, mas como suele ocurrir con el estilo conversado, suena un tanto opaco y deslucido al leerlo en voz alta.
En su vejez Hudson gustaba que le leyeran pasajes de “Allá lejos y hace tiempo”. Su mente retomaba entonces a los lugares inolvidables de su niñez; el chicuelo que fue revivía el gozo de recordación ante el espacio abierto, se acostaba en el pasto cara al cielo, o salía al galope tendido por los campos inundados de luz, al reencuentro de una revelación. El encanto evocador del libro no reconoce temporalidad. Cuando en él hallamos una parte común a todos nosotros, el contenido de experiencia recreada está más próximo al mundo del espíritu que las demás realidades inmediatas.
El amor que Hudson reservaba para las aves, ha inspirado páginas elocuentes, aunque ninguna de tan encantadora belleza como las que él mismo les dedicara. Pareciera que al hablar de los pájaros su lenguaje adquiriese un rango inusitado, una nueva percusión. Su estilo, de ordinario exquisitamente simple, se nutre de brillantes cadencias musicales que los oídos retienen como si se tratara de poesía memorable. Pero con este autor la música es el resultado de la certera evocación de imágenes antes que el producto de una exuberancia prosística. Las oraciones fluyen sobre una ringlera de adjetivos y se encadenan con la soltura de largos coloquios, mas como suele ocurrir con el estilo conversado, suena un tanto opaco y deslucido al leerlo en voz alta.
En su vejez Hudson gustaba que le leyeran pasajes de “Allá lejos y hace tiempo”. Su mente retomaba entonces a los lugares inolvidables de su niñez; el chicuelo que fue revivía el gozo de recordación ante el espacio abierto, se acostaba en el pasto cara al cielo, o salía al galope tendido por los campos inundados de luz, al reencuentro de una revelación. El encanto evocador del libro no reconoce temporalidad. Cuando en él hallamos una parte común a todos nosotros, el contenido de experiencia recreada está más próximo al mundo del espíritu que las demás realidades inmediatas.
No
hace mucho que Hudson estuvo entre nosotros. Un ranchito bien cerca de aquí se
llenó una vez con su presencia. Siempre es oportuno recordar que el embeleso
que seguirá transmitiendo a generaciones venideras, se gestó en las vastedades
de nuestras pampas. En ellas aprendió a observar las manifestaciones visibles
de la naturaleza, en ellas también adquirió conciencia del enigma de la vida
humana sobre la tierra. Drama viviente que transcurre en el tablado de un
universo con aspiraciones de eternidad, aspiraciones que Hudson satisfizo
porque supo encontrarlas en el tiempo. Él pudo decir con Jefferies: “La
eternidad es ahora. Yo estoy en medio de ella. Me rodea en la claridad del sol”.
Transcripción y detalles bibliográfícos Chalo Agnelli
Bibliógrafa Cristina Secco
Colaboración Ítalo Nonna
Bibliógrafa Cristina Secco
Colaboración Ítalo Nonna
[1] Morley Roberts (diciembre 29, 1857 - junio 8, 1942) fue un
novelista Inglés y escritor de cuentos, más conocido por La vida privada de
Enrique Maitland.
[2] Como se sabe, los padres de Hudson eran oriundos de Marblehead, Massachusetts, Estados Unidos.
[3] Gilbert White, nació en Inglaterra el 18 de julio de 1720 y murió el 26 de junio de 1793. Fue un pionero en los campos del estudio de la naturaleza y la ornitología.
[4] John Richard Jefferies (6 noviembre 1848 a 14 agosto 1887) fue un escritor inglés de la naturaleza, conocido por su representación de la vida rural de Inglaterra en ensayos, libros de historia natural y novelas.
[5] William Wordsworth nació en Cockermouth en Cumberland, Inglaterra el 7 de abril de 1770 y murió el 23 de abril de 1850. Fue uno de los más importantes poetas románticos ingleses.
[6] Thomas Hardy nació cerca de Dorchester, Inglaterra, el 2 de junio de 1840 y murió el 11 de enero de 1928. Novelista y poeta superador del naturalismo de su tiempo.
[7] Edward Garnett(1868 – 1937) fue un escritor, crítico literario y editor inglés. Contribuyó de manera fundamental, entre otras grandes obras, a la publicación de Amantes e hijos del polémico, en su tiempo, D. H. Lawrence.
[8] Samuel Johnson nació en Lichfield, Staffrodshire, Inglaterra el 18 de setimbre de 1709 y murió en Londres el 13 de diciembre de 1784. Conocido simplemente como el Dr. Johnson, es una de las figuras literarias más importantes de Inglaterra: poeta, ensayista, biógrafo, lexicógrafo, es considerado por muchos como el mejor crítico literario en idioma inglés. Johnson era poseedor de un gran talento y de una prosa con un estilo inigualable.
[2] Como se sabe, los padres de Hudson eran oriundos de Marblehead, Massachusetts, Estados Unidos.
[3] Gilbert White, nació en Inglaterra el 18 de julio de 1720 y murió el 26 de junio de 1793. Fue un pionero en los campos del estudio de la naturaleza y la ornitología.
[4] John Richard Jefferies (6 noviembre 1848 a 14 agosto 1887) fue un escritor inglés de la naturaleza, conocido por su representación de la vida rural de Inglaterra en ensayos, libros de historia natural y novelas.
[5] William Wordsworth nació en Cockermouth en Cumberland, Inglaterra el 7 de abril de 1770 y murió el 23 de abril de 1850. Fue uno de los más importantes poetas románticos ingleses.
[6] Thomas Hardy nació cerca de Dorchester, Inglaterra, el 2 de junio de 1840 y murió el 11 de enero de 1928. Novelista y poeta superador del naturalismo de su tiempo.
[7] Edward Garnett(1868 – 1937) fue un escritor, crítico literario y editor inglés. Contribuyó de manera fundamental, entre otras grandes obras, a la publicación de Amantes e hijos del polémico, en su tiempo, D. H. Lawrence.
[8] Samuel Johnson nació en Lichfield, Staffrodshire, Inglaterra el 18 de setimbre de 1709 y murió en Londres el 13 de diciembre de 1784. Conocido simplemente como el Dr. Johnson, es una de las figuras literarias más importantes de Inglaterra: poeta, ensayista, biógrafo, lexicógrafo, es considerado por muchos como el mejor crítico literario en idioma inglés. Johnson era poseedor de un gran talento y de una prosa con un estilo inigualable.
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