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jueves, 18 de abril de 2019

"EL AMANTE DE LAS LIBRERÍAS" POR CLAUDE ROY

El amante de las librerías es también el amante de los libros.
Nunca he podido decidirme a con­ceder a los libros la cláusula de nación más favorecida, ni considerarlos tampoco como una especie de carne seca, apergaminada, o como las flores marchitas de un herbario muy antiguo, demasiado tiempo prensado y olvidado, que vive una vida de segunda calidad.
No mezclo a los seres y los libros, porque inten­to tratar a los libros como ellos me tratan a mí, es decir, de hombre a hombre.Los libros son personas, o no son nada. Personas simplemente más abiertas a menudo (o que se abren más fácilmente) que las perso­nas-personas. Sé muy bien que la lectura, la literatura, los “libros”, es (y debe ser) la verdadera “pasión inútil”, que en cuanto se quiere en­contrar una utilidad utilitaria a la literatura se la ve languidecer, enco­gerse y perecer; que una librería, aunque venda también libros “de consulta”, libros de cocina, manuales de bricolage y tratados de navega­ción, es ese lugar gratuito y perfecto que no puede servir para nada, del mismo modo que no amamos de entrada a los que amamos porque nos sirvan para algo (aun cuando al principió de todo la mamá sirve para hacer sobrevivir al niño de pecho y la amada sirva para hacer latir el corazón del amante)

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Los espíritus librescos, el ratón de biblioteca que se ha hecho su ratone­ra en el papel impreso y se encierra en él como el ermitaño en la cueva, no son en realidad los amigos de los libros. Son incluso (involuntaria­mente sin duda) sus peores enemi­gos. Amar a un ser no es encerrarse con él en una celda hermética. Amar los libros no es negarse a tener con­tacto con todo lo que no sea ellos. Con los libros a los que se niega todo contacto con la vida ocurre lo mismo que con las personas a las que se enclaustra sin contactos con el mundo exterior: se marchitan, se de­bilitan, pronto tienen cara de acelga y, de tanto desmejorarse, acaban por perecer.
Si prefiero el uso de las librerías y de los libreros de viejo al de las bi­bliotecas (alabado sea, sin embargo, su santo nombre), si me gusta poder invitar a un libro a seguirme, a com­partir mi vida, a pasear conmigo en mi bolsillo, a arrastrase por mi casa, a viajar, a saber incluso ajarse un poco en su aspecto para permanecer intacto en el corazón en su frescor comunicativo, si he merecido las maldiciones de Paul Éluard, que me reprochaba que no fuera bibliófilo, que encontrara tan interesante leer a Rimbaud en libros de bolsillo como en su original de la Saison en enfer, y que ni siquiera me hubiera preocupado de guardar un ejemplar en papel de barba de mis propios libros, si siempre he tenido por los libros un respeto del todo irrespetuoso, es decir, en absoluto fetichista, es que tengo con ellos exactamente las mismas relaciones que con mis amigos, mis conocido.

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Nunca seré, no sólo hombre de un solo libro, sino tampoco hombre solamente de los libros, porque sé que los libros dignos de este nombre representan siempre mucho más que cierto número de hojas impresas y cosidas o encoladas, y que si a veces hay una entonación peyorativa, hablando de alguien, cuando se dice que habla como un libro, no se puede, por el contrario, hacer un elogio más grande a un libro que el de constatar que nos habla como un hombre — cosa que es, en efecto —. Así, mientras husmeo sobre las mesas del día la llegada de los libros nuevos, o mientras me deslizo a lo largo de las estanterías dejándome llamar por un título desconocido, prosigue la conversación en la libre­ría, donde las voces de los servidores de los libros y las de éstos alternan y se superponen, se responden y se completan. Añado a mi bolsa de la compra dos volúmenes que con voz firme me han dicho: “Llévanos con­tigo, seremos felices juntos”… 

Chalo Agnelli
Donación Carlos Córdoba, en la Biblioteca Popular Pedro Goyena

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